miércoles, 19 de enero de 2011

Reloj, no marques las horas...

En lo tocante a idolatrías no hay ecuanimidad como la de una madre o un padre. No existe amor que cohabite, amor que le haya henchido a uno el costillar y recompuesto los tuétanos, y que conviva luego con otro en el mismo grado de afecto o confianza. Los amores son excluyentes, si llega uno nuevo es porque se va su predecesor o porque se está yendo, y aunque pueda guardarse cierta estima hacia el amor perdido, éste tiende a diluirse irremediablemente a la sombra de la novedad.
El espectador o aficionado es un amante putañero que viene fácil e igual de fácil se va. El espectador es una bien pagá que ama por el interés y cuando recibe. Cuando no recibe se va con el que da, y el que dio, por mucho que diera, (qué galimatías) acaba resignándose al homenaje póstumo y finalmente al olvido. Hace tiempo que, afortunadamente, el aficionado español cuenta con amores para hartarse. Al menos mi memoria de post-adolescente (porque adulto, lo que es adulto…) así lo ratifica, y subraya las tardes en las que Ferrero se metía en cada boca y en cada minuto televisado, recupera la estampa de la Vicario, titán, domeñando las arenas de París con aquella fuerza suya que todo movía, y la efigie de Moya, que fue tanto y tantas veces comidilla de la actualidad de entonces. Ya llovió desde aquellos días. Hoy lo que no sea Nadal ya está anticuado o está por venir, porque sus números son sobrenaturales, así como su potencia, su prudencia, su saber estar. Pero hubo un tiempo en que fue Moya, también mallorquín y de pelo largo, el encargado de difundir por el mundo que después de Manolo Santana seguía existiendo un país llamado España, y que además continuaba dando buenos tenistas. Desde Manolo ningún tenista español había osado llegar a lo más alto del ránking de la ATP, hasta que llegó Moya. Hoy en su raquetero personal le acompañan los momentos abrazados que construyen al tenista: La final en Melbourne, un Roland Garros, la Copa Davis, el número uno del mundo y veinte títulos más. En el libro de la memoria se lleva anécdotas de estos quince años de tenis, pero sobre todo, se lleva el reconocimiento de estar al mismo nivel humano que tenístico. ¿Las claves de su éxito? “Regularidad y perseverancia” apunta sencillo, como si no comprendiese por qué nadie más ha llegado a la cumbre con este par de máximas.




El año pasado anunció su retirada, desde la sombra, recomido por las lesiones. “Es duro, pero todo el mundo se retira por alguna razón” dice entre melancólico y satisfecho. No obstante ya llevaba un tiempo sin que su tenis ocupara las portadas de los diarios deportivos, sino más bien su imagen, captada in fraganti, algún epígrafe de la prensa del corazón. De hecho, cuando brotó la noticia de su retirada todos reaccionamos con un comentario tipo ¿Moya? ¿Ese no era el que…? Pero no hizo falta mucho para refrescar nuestra memoria y encontrarlo batiéndose contra Sampras en Australia, o ganando el Roland Garros a Corretja o levantando la deseada Davis para España en la tierra batida de Sevilla. Fue en la ciudad andaluza donde recibió el emocionado adiós de un público que ha cambiado de amor, cierto, pero que no dudó en convidarle a unas sevillanas de la tierra. Será porque por mucho que uno cambie de amores, el primero, ay, siempre tendrá su sitio…

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